Apenas tengo recuerdos de cuando vivíamos allí, en la casa de los abuelos. Fue hace mucho tiempo, cuando mi padre tuvo problemas con el negocio (y digo problemas cuando debería decir que lo perdió del todo) y agobiado por las deudas decidió pedirle ayuda a su padre (que tenía mucho dinero) y mi abuelo sólo puso una condición: que durante un año nos fuesemos a vivir con ellos.
Y aunque a mi madre no le hizo gracia la idea, y mi padre no entendía que pretendía el abuelo haciendonos ir a vivir allí, el caso es que al final allí nos fuimos, porque agobiado por los acreedores no nos quedó mas remedio.
Yo esto te lo cuento por lo que he escuchado después, yo era muy pequeña y apenas recuerdo nada de aquellos meses. Meses, sí, pues no llegamos a estar allí el año que mi abuelo exigía, porque a los ocho meses de llegar nosotros, murió mi abuelo (al parecer por eso quería que fueramos) y lo que no le dió en vida se lo dió a mi padre en herencia, así que en cuanto solucionó todo el papeleo nos volvimos a casa, mi padre pagó sus deudas y desde entonces, no ha vuelto a tener problemas de dinero.
Y como te decía, apenas tengo recuerdos de cuando vivíamos allí, allí vivían mis abuelos, y la tía Concepción, que se había quedado viuda, y que en los últimos días de mi abuelo recuerdo que se quejaba de que ahora que ya podía quitarse el luto, se lo iba a tener que seguir poniendo, con lo mal que le sentaba el negro.
Recuerdo a la tía Concepción, porque creo que ella fue la primera persona que me hizo ser consciente de que no le gustaba. Y así era; algo en su manera de mirarme, de hablarme e incluso de cogerme de la mano, me daba la certeza, no solo de que mi tía Concepción no me quería, sino de que de haber sido por ella, no me habría dirigido la palabra en todo el tiempo que vivimos bajo el mismo techo. Y la verdad es que me daba un poco de miedo, porque incluso cuando me hablaba con cariño delante de todos, había un destello de hastío en sus ojos que no podía disimular.
Recuerdo especialmente los domingos, porque odiaba los domingos, porque temía que llegaran; y es que los domingos, mi padre convencía a la tía Concepción de que se hiciese cargo de mí, para que ellos pudieran estar a solas, y la tía Concepción me llevaba de paseo, sin soltarme de la mano ni un momento, ensimismada en sus cosas, como si yo no estuviera allí, y eso era una tortura para mí.
La recuerdo siempre vestida de negro, severa, sin expresión, molesta con mi presencia, con ese desdén en los ojos cada vez que me miraba, y absorta en sus cosas, como si una preocupación se la estuviese comiendo por dentro, y que se traducía en el silencio al que me condenaba a mis pocos años, los domingos por la tarde.




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