Milicent

Milicent... Ese era su nombre... Milicent... Porque su madre lo había leido en un libro inglés que hablaba de amor, y como la protagonista tenía un feliz, su madre se lo había puesto a ella, esperando que su vida fuera tan feliz como la de la protagonista de aquella novela.
Claro que su madre no pensó en como un nombre así pesaría sobre ella en sus primeros años. Una no puede ser de un pequeño pueblo de la costa valenciana y llamarse así, sin ser el blanco de las preguntas de los profesores y de las cancioncillas jocosas de sus compañeros de clase.
Mili... así se presentaba ella siempre que alguien preguntaba su nombre, cuando ya había mas confianza, si se terciaba explicaba que no era diminutivo de Milagros, sino de Milicent, y contaba la extraña historia de como su madre elegió su nombre a mitad embarazo.
Su madre y aquellas novelas rosas de títulos románticos que siempre leía y que guardaba en el bolsillo delantero de su gran delantal de color amarillo pálido. Aquellas novelas en las que decidía perderse aún a riesgo de que se le quemase la cena, como pasó mas de una vez, pero que la absorvían, tan insatisfecha con su vida, tan distinta de como había imaginado en su juventud, y que soñaba que tenía cuando en medio de las obligaciones del día, sacaba esos ratos que dedicaba a leer esos incendiarios amores ajenos que le hablaban de una pasión que no conocía, pero que anhelaba.
Y no era que el padre de Milicent no quisiera a su madre, era un buen hombre y el suyo era un buen amor, de esos seguros, tranquilos y nada atormentados, y eso era precisamente lo que tenía insatisfecha a su madre, que no había escenas de celos, y despedidas desgarradas, y tuvo nunca que luchar con los piratas para salvarla, ni enfrentarse a la sociedad en nombre de su amor. Solo era un buen hombre enamorado de ella, que le compraba todas las novelas que quería, que no decía nada cuando la cena se quemaba, ni cuando llegaba a casa y la encontraba leyendo en la mesa de la cocina, con la casa sin barrer y las niñas sin cenar, y que ni siquera se opuso a aquel extraño capricho de llamar a su primera hija Milicent, y Nelly a la segunda. Pero, claro, ella eso nunca supo valorarlo.
Milicent se mira en el espejo mientras se quita la ropa, y piensa que empieza a no tener edad de llamarse Mili, que tendrá que empezar a usar su verdadero nombre después de tantos años, ese nombre que desde hace unos meses ya no le resulta ni ajeno ni extraño... Y Milicent se sonríe mientras se quita la ropa, porque desde que él llegó a su vida, su nombre ha empezado a gustarle. Porque él quiso saber enseguida de donde venía aquel diminutivo que según él no le ajustaba, y cuando ella le dijo su nombre completo, él pareció saborearlo en cada sílaba, mientras lo repetía con un deje de lujuría que nunca antes había tenido su nombre.



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