En el Moulin de la Galette (y 6)

Y te preguntarás porque sé tanto de los usos y costumbres de los habituales del Moulin de la Galette... Y lo cierto es que sé tanto, porque yo soy uno de ellos. Cada domingo vengo aquí, me siento en la mesa y observo. Veo los amores y los desamores en los rostros de los demás. Me aprendo sus nombres, conozco sus historias, y los echo de menos cuando algún domingo no vienen por aquí. Como ellos, yo también tengo un secreto, algo que no cuento, y que espero que nadie haya sabido ver en todas estas semanas que he pasado aquí. Y dirás que es el amor... y tendré que decir que es cierto. La primera vez que vine al Moulin de Galette, quedé prendado de una belleza que me robó el corazón, y pasé tres semanas pensando en ella, intentando olvidarla y sin conseguir apartarla de mis sentimientos, pese a todos mis esfuerzos. Así que después de tres semanas resistiendome, descubrí que mis pasos, casi sin contar conmigo, se dirigían hacía aquí. Era domingo. Me dije a mí mismo que la casualidad no querría que aquella belleza estuviera otra vez aquí. Y después de un par de horas, buscandola con la mirada, esperando encontrarla y a la vez rezando para no volver a verla, ya que entonces ya intuía que si volvía a verla ya jamás la olvidaría; cuando ya me disponía a volver a mi casa, sin haberla visto, pero casi convencido de que era mejor así. Volví a verla y me supe perdido.
Y desde entonces vengo aquí cada domingo. La espero, pues siempre llego antes que ella, y me quedo un rato después de que se haya ido, por si ha olvidado algo y decide volver.

Mirála, es la rubia del vestido azul que hace cola para pedir algo de beber. Siempre pide una limonada, y nunca se la acaba. Nunca habla con nadie, aunque muchos han osado acercarse a ella e intentar darle conversación o sacarla a bailar. La conversación la evita respondiendo con monosílabos que acaban por desanimar a todos los don juanes que rondan este lugar. Las invitaciones al baile las declina con una sonrisa preciosa pero triste, con la que confunde al bailarín que no vuelve a acercarse. Y aunque sé los nombres de casi todos los habituales, después de todas estas semanas de adoración en la distancia, ni siquiera sé el nombre de la que me ha robado el corazón.
Y cada domingo vengo aquí dispuesto a acercarme a ella y terminar con esta incertidumbre que me obliga a venir aquí, cuando nunca me han gustado estos sitios; y cada domingo me vuelvo a casa maldiciendo mi timidez, y jurándome que del domingo siguiente no pasa.
Y sé que seguiré así, hasta que ella un domingo no venga, o se decida a bailar con alguno de sus admiradores, o hasta que consiga acercarme a ella y conseguir lo que en el tiempo que llevo viniendo aquí, nadie ha conseguido... hacerla sonreir. Porque sé que si ella me sonríe... seré feliz.



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