Paraguas

   Cuando era pequeña y llegaba el otoño siempre esperaba que comenzase a llover. Los días de lluvia se me antojaban días mágicos. Días en los que mamá sonreía mas cuando al volver de la escuela, mi hermana mayor y yo nos teníamos que apiñar bajo su paraguas, aquel paraguas de color azul que se convertía en el cielo entre nosotras y las gotas de agua, que mamá festejaba porque cuando llovía, papá volvía antes a casa y eso siempre le encantaba.
   Esas tardes de lluvia cuando la multitud sacaba esos paraguas que ocultaban el gris del cielo y que me parecían un ritual que de algún modo nos unía. Y me preguntaba de donde salían todos aquellos paraguas que salían casi a la vez, y que durante buena parte de mi infancia, en lugar de asociar a la prudencia de los transeuntes que al ver el cielo encapotado salían de casa ya preparados, yo asociaba con las hadas de la lluvia, seres imaginarios de un cuento que mi hermana se inventó una noche para mí en la que no podía dormir y que según ella, se encargaban de dar paraguas mágicos a las personas para evitar que se mojaran al volver a sus casas, porque así eran las hadas, muy precavidas y muy preocupadas por la salud de las personas a las que la lluvia imprevista pillaba en la calle, cuando todo el mundo sabía que lo único que se podía hacer cuando llovía era quedarse en casa tras los cristales, viendo las carreras que hacían las gotas de agua, con un chocolate caliente y debajo de una manta.
   Adoraba los días de lluvia porque mi madre no salía a hacer recados, se quedaba en casa con nosotras esperando que volviera papá y pendiente de que el chocolate estuviera caliente cuando él llegase... quizá por eso los días de lluvia eran como una fiesta para mí, hasta aquel día en el que volvíamos del colegio y aquella mujer guapa me sorprendió porque en medio de mi felicidad, que creía que compartían todos, tenía la tristeza asomandole a los ojos, con una cesta de mimbre y sin paraguas con el que resguardarse, como olvidada por las hadas de la lluvia, como si no sintiera las gotas de lluvia empapando sus ropas, ni a aquel caballero que atento intentaba resguardarla de la lluvia con su paraguas, pero sin conseguir sacarla de su pena.
   Nunca supe que pasó, aunque aquella noche mi hermana y yo imaginamos mil explicaciones, a cual más descabellada para la bella desconocida a la que las hadas habían dejado sin paraguas. Quizá no quiso corresponder al amor del hombre del paraguas, y como era un protegido de las hadas, estas decidieron castigarla. O quizá acababa de conocer una gran desgracia, su amor se había ido hacía meses en un barco velero y ese día habiendole prometido volver, no había vuelto, y ella había interpertado la lluvia como las lágrimas que debía derramar por él. Aunque probablemente (como he supuesto con el pasar de los años) era una vendedora ambulante, que llevaba lo que vendía en la cesta de mimbre y la lluvia estropeo sus día de ventas, quitandole tal vez la ocasión de ganar el dinero que necesitaba para cenar.
Como sea recuerdo aquel día de lluvia, porque creo que fue la primera vez en mi vida que sentía, que nuestras alegrías no tenían porque ser compartidas, y que incluso en nuestra felicidad seríamos conscientes de que no todo el mundo tiene lo que quiere, y que las tristezas entrevistas en los ojos de una desconocida, pronto podrían ser también mías.



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