Blanco

Está en todos los recuerdos de mi infancia; de hecho es curioso que pese a la diferencia de edad, no tengo recuerdos anteriores a ella. Ella está en todos y cada uno de los recuerdos que guardo de cuando era pequeña, en los buenos y en los malos, incluso en esos recuerdos neutros que no son ni buenos ni malos, que son apenas destellos de momentos, recuerdos como fotografías, incluso en esos recuerdos está ella.

En los recuerdos de los veranos en la playa, haciendo castillos de arena para que ella los destruyera, porque tenía un afán destructor extraño. Ella no quería construir, ella miraba pacientemente como yo llenaba los cubos de arena, como iba midiendo las distancias, cavando fosos alrededor del castillos donde se ocultaba una princesa que nadie podía ver, levantando murallas, torres desde donde los vigías avisarían en caso de invasión, y la recuerdo a ella, a mi lado y en silencio, esperando tranquilamente a que mi obra estuviera acabada y le diera permiso para destrozarla. Porque eso sí, ella nunca rompió ningún castillo sin mi permiso, y he de admitir que lo divertido era hacerlos para ver como luego ella se divertía llenandose de arena, pisoteandolos muerta de la risa.

Miranos, en la foto, las dos quietas, limpias con nuestros vestidos blancos nuevos que duraron así de limpios y así de blancos el tiempo de hacernos la foto. Recuerdo a mi madre metiéndole prisa a mi padre, porque de sobra nos conocía, diciendole que buscara la cámara y nos hiciera una foto, porque así de monas no duraríamos mucho mas. Y amenazáandonos con el dedo, porque mi hermana y yo eramos las encargadas aquel día de una misión importante, como decía mi padre: teníamos que llevar los anillos de nuestra otra hermana, que no era hermana del todo, que era medio hermana, hija de papá y de su primera mujer, y digo que no era hermana del todo no porque fuera solo hija de mi padre, sino mas bien porque era tan mayor que nunca jugaba con nosotras, de hecho, el poco tiempo que pasaba en casa, apenas nos dirigía la palabra a nosotras dos, y cuando lo hacía nos hablaba con desgana y como si fueramos incapaces de entender el significado de todas las palabras.

Así que aquel día mi madre insistía en que teníamos que ser buenas y mantenernos quietecitas, porque era un día importante y nosotras y nuestros vestidos teníamos que permanecer limpitos, así que nos vigilaba a las dos, convencidas de que en cuanto pudieramos nos podríamos perdidas... y tenía razón, porque por mucho que los primeros veinte minutos, impresionadas por la blancura de los vestidos, permanecimos muy quietas, como temiendo una catrastrofe, lo cierto es que apenas olvidamos que los vestidos eran nuevos, apenas les perdimos ese respeto que nos inspiraba la solemnidad con la que mi madre nos vestía cuando estrenabamos ropa; apenas cumplimos nuestra misión de andar por un pasillo lleno de flores y entregar los anillos a nuestra hermana y al que sería su primer marido, empezamos a saltar, a correr, a caernos y a levantarnos. Aún recuerdo la cara de consternación de mi madre cuando mi hermana fue a darle un trozo del vestido que se le había soltado, como ella misma dijo con su vocecita de no haber hecho nada, como si el trozo del vestido se hubiera soltado solo...

A menudo por las noches recordábamos aquellos vestidos blancos que tan poquito tiempo duraron blancos, y que se nos antojaban disfraces, y discutíamos a oscuras sobre si mi madre pretendía disfrazarnos de hadas o de angeles cuando nos puso aquellos vestidos blancos, que después de aquel día no volvimos a ver, pero que las dos recordamos como algo que solo nosotras recordamos...


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