Cartas

Cada tarde, a las cinco en punto, lloviese o hiciese sol, Don Carlos y el señor maestro estaban sentados a su mesa (la del fondo a la izquierda) concentrados en su partida de cartas. Una botella de vino les hacía compañía, y así pasaban las tardes.

Don Carlos por no volver a su casa triste, donde decían las malas lenguas que su mujer pasaba los días en la cama, tan pálida como su camisón blanco inmaculado, desde que perdió el bebé que esperaba estando ya de casi seis meses. Era la tercera vez que Don Carlos y su mujer perdían sus sueños y sus esperanzas de esa manera y al parecer esta vez el médico le había dicho Don Carlos que las complicaciones se habían llevado no sólo el bebé, sino las esperanzas de otro embarazo en el futuro. Y decían que ella había enloquecido al saberlo y no había vuelto a pronunciar palabra desde entonces, que se dejaba morir arrastrada por la pena. Pena por lo perdido, pena por unos sueños que no se iban a realizar. Y decían también que a Don Carlos, antes tan alegre y tan risueño, se le partía el corazón de impotencia, por no poder llorar la reciente perdida, intuyendo ya la pena que le rondaba en las esquinas. Y sin poder devolverle a su esposa una felicidad que ni él mismo tenía ya.

El señor maestro para escapar de una casera empeñada en seducirle (¡a su edad!), convencida de que el destino le había enviado al señor maestro a su pensión para que se enamorase de ella y la retirase, que ya estaba ella cansada de hacer camas y de limpiar habitaciones ajenas, y soñaba con la tranquilidad que en su imaginación tendría la vida de casada, porque a su edad, ya no aspiraba a un gran amor de esos que había visto en el cine del pueblo, sino a la tranquilidad de un sueldo ajeno, a no tener que trabajar y a poderse permitir algún capricho de vez en cuando, aunque el sueldo del maestro no daría para demasiados caprichos (que ya lo había calculado ella) al menos si para vivir tranquila y sin tener que fregar todo el día. Así que el maestro, cansado del acoso al que era sometido en la pensión, comía en el bar y pasaba las tardes jugando a las cartas con Don Carlos.

Con una botella de vino en la mesa y en un silencio que les reconfortaba a los dos. Porque concentrados en el juego podían olvidar durante algunas horas sus penas y permanecer juntos, arropados por un silencio complice que no pedía explicaciones.



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