A veces, no sé porqué, hago aquel camino en sueños otra vez. Camino por en medio de los campos, donde no hay un camino propiamente dicho, unicamente ese sendero de hierba aplastada que los primeros días trasintaba asustada por si nos perdíamos, porque no entendía como mis primos se orientaban y el miedo a que nos perdieramos era tal que no soltaba en todo el camino la mano de mi prima Elvira, la mayor, que se hizo cargo de mí por orden de su madre.
Yo apenas había cumplido seis años cuando mi madre nos dejó a mi hermano y a mí en casa de la tía Maria Luisa, diciendonos que fuesemos buenos, que nos portasemos bien y prometiendonos volver a buscarnos en un mes, que se convirtió en dos años. Fue cuando mi padre se arruinó, vendieron la casa y se fueron a buscar trabajo, dejandonos en el pueblo al cuidado de nuestra tía, y de la abuela, claro.
Todos los días ibamos a la escuela por la mañana temprano, todos juntos en la parte de atrás de la furgoneta, mi hermano Pedro, la prima Elvira, los mellizos Juan y Carlos y Miguel que tenía mi edad. Al salir de la escuela, hacíamos aquel camino por el que al principio temía perderme y que después de unos meses podía hacer de memoria con los ojos cerrados para ir de la escuela a casa de la abuela, donde la abuela siempre tenía pan duro para hacer torrijas.
Nos sentaba a todos en la mesa de la cocina mientras ella trajinaba de un lado a otro, y olor a las torrijas lo invadía todo y durante un rato mi hermano y yo olvidabamos la pena que se nos había colado en los ojos.
A veces en sueños hago aquel camino que durante dos años hice cada día, cuando el camino se hacía camino poco a poco y llegabamos a la entrada del pueblo, y siento la mano de mi prima Elvira en mi mano, y veo la casa de la señora Juana a la izquierda, con sus paredes pintadas de color verde, que la abuela criticaba siempre que podía a media voz, y a la derecha la casa de la madre del cura, la señora Rosa, pintada de blanco, como dios mandaba según la abuela... y despúes la casa de la abuela, la tercera casa de la derecha, dónde merendabamos y hacíamos los deberes y en invierno el abuelo, delante del fuego nos contaba historias de la guerra con aquella voz que llenaba la estancia, mientras la abuela hacía punto y sonreía al mirar nuestras caras.
Y recuerdo las suplicas de todos cuando mi tío venía a buscarnos y el abuelo estaba a mitad de una historia, pidiendole que nos dejase allí un poco mas.
Y aunque sólo pasamos allí dos años, lo cierto es que creo que mi infancia entera está allí guardada... quizás por eso de vez en cuando hago aquel camino en sueños...

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